HISTORIAS QUE CONTAR. William O. Jenkins, hombre de leyenda

Carlos Sevilla

William O. Jenkins fue un niño granjero de Estados Unidos que se convirtió en el empresario más rico –y más controvertido- de México. Han pasado los años y quienes supieron de él, sobre todo en Puebla, donde se asentó, lo consideran leyenda de vigencia permanente.

Producto de la época de caballeros como Carnegie y Rockefeller, asistió becado a la Universidad de Vanderbit, pero pronto la abandonó para fugarse con una joven sureña. En 1901 cruzó la frontera hacia el sur atraído por las promesas de la industria.

Dedicaría seis décadas a la acumulación de una enorme fortuna. Durante la Revolución hizo préstamos predatorios a porfiristas vulnerables; también experimentó un roce con un pelotón de fusilamiento carrancista y un secuestro por zapatistas que estuvo a punto de provocar una intervención norteamericana,

Después desarrolló el ingenio azucarero más productivo del país y patrocinó el ascenso político de los Ávila Camacho. Durante la Época de Oro, fue un amo de la industria cinematográfica, controlando un monopolio de cines y una buena parte de la producción nacional.

Lo anterior se apunta en el intento de resumir el libro de Andrew Paxman En busca del señor Jenkins, con el subtítulo de Dinero, poder y gringofobia en México.

Paxman, londinense (1967), experiodista, tiene maestría por la Universidad de  California, y doctorado por la Universidad de Texas. Austin. Es profesor en la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde imparte clases en historia y periodismo, y es miembro del Sistema Nacional de investigadores.

Para explicar su interés en la vida de Jenkins, escribió.

“Un día de 1993, mientras trabajaba de reportero en The News de la Ciudad de México, un viejo estadounidense se me acercó por mis artículos. Su nombre era Richard Johnson, vivía en México desde los años treinta cuando su padre se reubicó para aceptar un puesto en General Electric.

“El señor Johnson me sugirió que escribiera más sobre la colonia de expatriados americanos”. ‘Hay abundantes ejemplos de personas interesantes de las que nada se ha escrito. Por ejemplo, hubo un tipo llamado Jenkins, William Jenkins…’

“Supe que fue un hombre enigmático. A pesar de su gran fortuna, mantenía una oficina destartalada con la ayuda de un solo secretario. Siempre vestía la misma ropa y se cubría con l mismo sombrero gastado. En ocasiones, mientras su mujer tomaba el tranvía, trotaba detrás para ahorrarse la tarifa de cinco centavos”.

Sobre su plagio, que para algunos fue preparado por Jenkins, Paxman diserta.

“Me comuniqué con Rafael Ruiz Harrel, autor de El secuestro de William Jenkins y me relató que en ese momento las relaciones entre México y Estados Unidos estaban en crisis. Para protegerse, el gobierno mexicano sostuvo que el evento fue una simulación.

“De su personalidad hubo distintos aspectos. Por ejemplo, Alfonso Vélez Pliego, de la Universidad Autónoma de Puebla, me contó cómo Jenkins intentó construirse una imagen para la posteridad a través de obras filantrópicas”.

Interesa la descripción física y de hábitos del millonario.

“Para las visitas diarias a su club de campo tenía un chofer que lo llevaba en uno de sus Packard de segunda mano. Caminaba con frecuencia. Alto, fornido, con cabello corto bajo un sombrero de fieltro negro. Su cabeza era grande y sólida, cuya redondez se veía interrumpida por una quijada firme y una fuerte barbilla. Sus ojos azules eran penetrantes”.

“Era madrugador. Trabajaba toda la mañana en la oficina que compartía el inmenso espacio de su casa: el ático sobre la principal tienda departamental de Puebla; en el centro de la ciudad, a una calle del zócalo. Todo su personal estaba integrado por un asistente, un contador y un secretario”.

Emotivas las siguientes líneas.

“En las primeras horas de la tarde acostumbraba salir. Primero visitaba el cementerio donde estaba sepultada su mujer; había traído su cuerpo desde California, donde ella pasó sus últimos años. Durante media hora se quedaba sentado en una banca al lado de su tumba. Después se iba al Club Alpha a jugar tenis. Prefería jugar dobles, lo que le permitía asociarse  con un as local y ganar”.

El libro incluye interesante material gráfico. En una primera página retratos de graduación de Mary Lydia Street y de William Óscar Jenkins, Escuela Peoples & Morgan, Fayetteville, Tennessee, 1900. Tras abandonar la escuela a los 11 años por enfermedad, él volvió nueve años más tarde y se graduó a los 22 como el primero de su clase. En otra aparece su padre, John Whitson Jenkins a quien le presentó a sus hijas Elizabeth y Margaret.

En otra,  1926, Jenkins con sus hijas Elizabeth y Jane en la Hacienda Atencingo, Día de la Independencia. Otra, en 23 años, William y Mary Jenkins tuvieron cinco hijas: Jane, Elizabeth, Mary, Margaret y Martha.

Tres fotos de contenido político: Maximino Ávila Camacho, gobernador de Puebla, en 1937, con colaboradores y amigos, sumado Gustavo Díaz Ordaz, que bien se identifica.  La segunda, Jenkins, Ezequiel Padilla y Maximino Ávila Camacho. En la última, Manuel Ávila Camacho, presidente de México, flanqueado por su hermano Maximino y Miguel Alemán Valdés.

Problemático condensar el amplio texto, pero sin omitir, el último tema.

Puntual el autor

“En abril de 1962, Jenkins visitó Estados Unidos. El tumor en su próstata había necesitado una operación, en el Hospital Latino Americano,  y dos más en la Clínica Mayo. Para junio tenía dolores constantes.

“El 4 de junio, despertó con las campanas de la Catedral. Había muerto el papa Juan XXXIII. A la una de la tarde, levantó la mano a nivel del pecho y balbuceó. Arribó un cardiólogo que confirmó que había sufrido un ataque cardiaco.

“A las tres y media, sufrió otro ataque. ‘¡Me muero! ¡Me muero!’ jadeó en español. Empezó a toser con sangre. Pocos minutos después, su corazón se detuvo por completo”.

De Penguin Random House Grupo Editorial, la primera edición fue en noviembre de 2016.